Hay momentos de nuestra historia que se prestan para milagros.
Momentos, donde la esperanza se vuelve porfiada y no nos abandona, a pesar de que la vemos derrotada a nuestro alrededor cada día.
A veces, la falta de libertad nos ahoga
tanto que nuestra alma se vuelve rebelde y creativa a la vez.
Es en esos momentos donde nos abrimos a
la vida, como descubriéndola por primera vez, y podemos estar lo
suficientemente lúcidos como para distinguir lo verdadero de lo falso y reconocer espíritus guías encarnados.
No es algo que pueda reconocerse
fácilmente y por eso la mayoría de las personas no experimenta milagros, ni los
realiza.
Hace falta una cuota de valentía, otra
de experiencia, pero sobre todo libertad. Sin ella, nunca iniciaremos el
camino.
Libertad absoluta para decidir dejar
atrás lo que nos hace daño y que nosotros mismos hemos creado y darnos permiso para abrirle la puerta al amor sin pactos, amarras ni condiciones.
Y fe. Dosis enormes de fe, de esa que se
acumula haciéndole frente al sufrimiento y a la injusticia sin quejarse y
sabiendo que no somos responsables de él, ni tampoco sus víctimas.
Una vez que conquistemos el espacio
donde ejercer nuestra libertad y armados de fe podamos lanzarnos sin temor al
vacío, entonces nada nos detendrá.
Pase lo que pase siempre ganaremos,
porque el amor que encontremos será pleno y pasaremos por la vida en paz. Las dificultades dejarán de bloquear nuestro camino para convertirse en maestras.
Sólo enfrentando nuestros demonios los
exorcizamos. No huir ni escondernos es imperioso para dejar atrás el
estado de esclavitud.
Hace poco he aprendido que la peor esclavitud es aquella a la que nos sometemos a nosotros mismos, por temor a sufrir. Autodestruirse es más fácil de lo que parece. Basta con dejarse ganar por el miedo y esconderse bajo un escudo de excusas y justificaciones.
Me han enseñado que la mayoría de
la gente nos cubrimos bajo mantos, disfrazando nuestras debilidades con capas y
capas de adornos. Mantos que esconden vergüenzas, dolores antiguos y miedos actuales.
Pero nunca es tarde para despertar y, a
veces, aparecen en nuestra vida personas-espejo, con la misión de
mostrarnos todos y cada uno de nuestros demonios internos, para enfrentarlos de
una vez por todas.
La primera reacción es salir corriendo apenas vislumbramos sus intenciones. Es más fácil seguir escondiéndose, sobre todo cuando otras personas que nos han amado profundamente han fracasado en el intento antes.
Pero algunos espíritus tienen la capacidad de no rendirse y se
hacen escuchar, aunque a menudo cerremos los oídos y el corazón.
De a poco vamos abriéndonos, aunque
duela. Las heridas antiguas que no han cicatrizado nos hacen chillar cuando las
removemos. Pero una vez que hemos quitado la venda, empieza el proceso de
curación.
Caminamos entonces más livianos, libres del peso de las ataduras interiores y dispuestos a vivir por primera vez en muchísimo tiempo, sin mantos.
Desnudos y auténticos. Más sanos y más libres.