Una de las cosas que he aprendido recientemente es que se puede controlar a las personas
si se les quita su capacidad de disfrutar. El control social tiene éxito
cuando se convence a las personas de que su capacidad de decisión es limitada
o no existe.
En muchos sociedades y religiones
la palabra disfrutar está vetada o asociada a pecado o a holgazanería y un/a “gozador/a” se asocia a un alma perdida, irresponsable, que no precave para el futuro y que no trabaja duro para forjarse
el “porvenir”.
Creo que en Occidente nuestra
desconfianza y auto-censura ante el goce de todo tipo (sensual, sexual y
corporal en general, de ocio, de juego, etc.); es el resultado de siglos y
siglos de una constante programación social basada en una moral represora
impulsada por las religiones judeo-cristianas y acrecentada por el sistema
económico capitalista, que desde fines de la Edad Media está interesado en
convertir al ser humano en un engranaje más de una máquina gigante que llevará
a la humanidad al “progreso”.
Es interesante en este contexto
observar como la visión de cuerpo se fue transformando. Con el advenimiento de
la anatomía y los conocimientos de la ciencia médica que comenzaron a
extenderse por Europa durante el Renacimiento, el cuerpo pasó a verse como un
máquina más. Ya no como el receptáculo del alma, sino como un aparato que había
que mantener funcionando y entonces el disfrute pasaba a segundo plano.
Si bien durante la Edad Media el
predicado de la Iglesia apuntaba a reprimir los instintos y a guardarse del
derroche y el exceso y se relacionaba la virtud y la castidad con la suprema
identificación con Cristo, inculcándosele al ciudadano común que la humildad y
sumisión eran las virtudes necesarias para alcanzar “el Cielo”; aún no se
asentaba la idea de “programación para el trabajo” y “multiplicación necesaria
de la mano de obra” que surgió después. Aún el Estado- Nación no surgía como
tal y no se utilizaba a la Iglesia para lograr el control social del cuerpo y
la reproducción de los individuos. Los señores feudales y los monarcas sólo se
asociaban con la iglesia para mantener las conciencias de los siervos cautivas
y sus instintos libertarios a raya.
Fue más tarde cuando empezó a
gestarse el actual control social o la “esclavitud encubierta”, precisamente
después que comenzara a abolirse o a condenarse la esclavitud legal.
Es interesante leer a los
filósofos y científicos europeos renacentistas y darse cuenta como, de a poco,
se fue forjando esta nueva concepción del “mundo moderno e industrializado” del
que somos herederos. La cosmovisión de los seres humanos hasta la Edad Media
estaba basada en lo comunitario, en la asociatividad y la cooperación que los
habitantes de las aldeas debían tener para sobrevivir. Incluso los campesinos y
siervos tenían organizaciones propias para poder afrontar la dura vida al
servicios de los dueños de la tierra. Sin embargo, a medida que fueron
apareciendo las ciudades, los Estados Naciones y la Burguesía, todo este sistema
fue reemplazado de a poco por otro donde los individuos para servir mejor a los
fines “productivos” debieron funcionar como las partes de un reloj, coordinados
pero cada uno haciendo su “parte del trabajo” sin saber o estando totalmente
desconectado del actuar de los demás. Conjuntamente con esto, la visión del
trabajo también se transformó, porque el individuo ya no trabajaba en
coordinación con otros para ganarse el pan, sino que lo hacía aislado de la
comunidad, en su reducto y para sí mismo.
Al nuevo sistema económico
capitalista en ciernes le interesó desbaratar toda forma de asociatividad y
comunidad. Así, empezaron en Europa los “cercamientos”, que autorizaron los
Monarcas y Señores, donde se parcelaba la tierra, se dividía en porciones
pequeñas, con un dueño determinado. Se despojaba a los campesinos de sus
organizaciones, de sus gremios. Se los obligaba a migrar a las ciudades a pasar
a integrar el gran engranaje de la fábrica. Las familias ya no vivieron en la aldea ni se organizaron mancomunadamente
para sobrevivir, sino que cada núcleo fue relegado a su pequeño espacio en la
producción.
La composición y roles de la
familia cambiaron por completo. Ya no trabajaron todos sus miembros juntos en
el campo para sobrevivir, sino que cada uno tuvo un rol absolutamente
determinado en este nuevo escenario social. El hombre fuera del hogar, como
“mano de obra” y la mujer fue relegada a lo doméstico, a producir más mano de
obra.
En este contexto fue muy importante ensalzar el valor del trabajo desde
el púlpito (especialmente el incipiente “Protestantismo”, que llegó a erigirlo
como la virtud más importante de todo “buen cristiano”). “Trabajarás de sol a
sol y con el sudor de tu frente conseguirás el pan” se convirtió en el mantra
occidental-capitalista y nos rige hasta el día de hoy.
Esto no ha cambiado, sólo han
cambiado a lo largo de la época contemporánea los actores. Los regímenes
comunistas basados en el pensamiento de Marx intentaron igualar las
injusticias, dándole a los trabajadores la oportunidad de ser dueños de sus
propio trabajo, de los medios de producción y del capital. Sin embrago, no
apuntaron al fondo, no lograron salirse de la lógica del trabajo separado del
disfrute, del sin sentido de todo este materialismo que cada vez se pone peor.
Hoy más que nunca tiene sentido
la metáfora de esa mano invisible controlando los hilos del mundo. Todos
intuyen que sus vidas son controladas por “otros”, quienes están fuera de la
rueda que gira sin cesar, pero nadie saber quienes son.
Es como si los que poseen todos
esos productos, bienes y servicios que necesitamos desesperadamente para
mantener nuestro estilo de vida, nos dominaran con una especie de dispositivo
que nos convierte en “zombies” programados para consumir y producir más bienes
materiales, en una carrera desesperada por llenar un vacío que nadie sabe de
donde viene.
Algunos amantes de las
conspiraciones hablan de un grupo de poderosos que dominan secretamente los
gobiernos y las economías mundiales, que serían los gestores del actual sistema
bancario, que produce dinero “virtual” sin respaldo en metálico como antaño.
Ellos, los dueños del mundo tendrían un plan de eliminación sistemática y
progresiva del “excedente” indeseable de la humanidad. Serían la “mano negra”
detrás de las guerras actuales, que se inician y planifican pormenorizadamente
en sus despachos.
Todas ellas, creadas artificialmente a partir de alguna
manipulación comunicacional que desata la psicosis colectiva y el miedo y que
hace a los ciudadanos del primer mundo pedir a gritos la “protección” por parte
de sus ejércitos y la eliminación de los “peligrosos” (sean terroristas
islámicos, guerrilleros centroamericanos a cargo de los carteles de las drogas
o caudillos separatistas de distintas naciones de Europa del Este o de África).
Lo más irónico sería que todos estos peligros son financiados y puestos en
funcionamiento por los mismos sujetos, a fin de crear el conflicto bélico de
turno, enriquecerse con la venta de armas y permitirle a los gobiernos de los
países del primer mundo, adueñarse “legítimamente” de los recursos que les
interesan (por ejemplo, el petróleo, el oro, los diamantes, etc.)
No sé si los conspiracionistas
tengan razón, pero lo que si es evidente es que asistimos en estos tiempos a la
desaparición de las Utopías y a una especie de desilusión masiva. Las
religiones tradicionales le dan respuestas espirituales a cada vez menos gente
y la mayoría está seguro de que ningún gurú ni método de “auto-ayuda” lo
salvará de nada.
Creo que en este escenario lo
único que queda es mirar hacia adentro y preguntarnos ¿Estoy disfrutando
realmente de mi vida?, que es finalmente de lo que se trata la felicidad. Dicen
las antiguas filosofías orientales que la felicidad no es algo que se deba
alcanzar, sino un estado natural del ser humano, que queda invisibilizado
cuando las personas se confunden y se identifican con el mundo material,
creyendo que ellas son lo que poseen o lo que hacen. Entonces, el ego queda
atrapado en el mundo de la ilusión y la persona no sabe quien es, no puede ver
que su yo verdadero no está en el cuerpo, ni en lo que posee, ni en lo que hace
para vivir, ni en ninguno de sus logros. Su yo verdadero no es la mente que se
identifica con la experiencia que está viviendo, sino la consciencia de fondo
que observa la experiencia. Si pudiera darse cuenta de esto, entonces sería
libre y ya no más un esclavo de la ilusión.
Si se es libre, se recupera el
poder de decisión que es, en último término, la posibilidad de elegir el propio
destino y decir como William
Ernest Henley en su poema Invictus “Soy el amo de mi destino. Soy el capitán de mi alma”.
Yo no soy lo
que me pasa, yo no soy lo que la vida hace de mí, sino que yo decido como quiero que la vida me pase.
Y entonces cobra sentido la
premisa de los físicos cuánticos de que la realidad material no existe, sino
que es la consciencia la que la crea. Si mi vida no va bien, si no disfruto ya
es porque estoy decidiendo que la experiencia que vivo es mala, pudiendo no
calificarla de ningún modo y sólo atravesarla y ser consciente de que yo no soy
esa experiencia, sino quien la observa.